Un cuento para Purim


“Pniná la mala”. Así la llamaban todos en el pueblo. Ustedes querrán saber cuales fueron loas buenas acciones que la hicieron merecedora a titulo tan honorario, yo les voy a relatar solo una escena, que les va a dar una pequeña idea...
Enfurecida, roja como un tomate, con los ardientes ojos echando chispas de odio, entró a su casa y gritó:
¿Has visto? ¡Cayeron sobre mí como abejas! Yo soy mala, soy una peleadora. ¿Por qué? Porque no me dejo pisar la cabeza”
Pniná – dijo el marido que estaba sentado a la mesa mirando un libro - ¿Qué voy a comer?
“¡Lo único que te importa es comer! – Exclamó – yo te cuento que todos los vecinos me atacaron y a ti solo te preocupa la comida. ¿A lo mejor tienes ganas de comer “niños envueltos”?
El se quedó sentado y siguió con su libro.
“¿Cómo no le interesa a un marido preguntar lo que pasó?” – gritó histérica.
El suspiró y dijo:
“Cierto, ¿qué pasó?”
Sabes – empezó mas tranquila – que para Dvoshe todas las sogas del mundo son siempre pocas para su ropa que lava a cada instante. En fin, ya tendió su ropa en todas las sogas y empezó a ponerlas por nuestro patio. Yo le pido por las buenas que saque la ropa de la soga, no me contesta, y sigue con lo suyo. Yo no me quedé de brazos cruzados y comencé a descolgarla. Tendrías que haber visto como todos ellos, los otros vecinos también me atacaron”.
“Bueno ya te escuché – dijo él - ¿Pero qué voy a comer? Tengo hambre”.
Ella lo miró amargamente y dijo:
“Lo que más te guste, pero niños envueltos no te voy hacer”
“¿Qué hay? Porque tú no quieres – murmuró él – todo es “yo” y otra vez “yo”, una nimiedad, “yo”, “yo no quiero que cuelguen ropa sobre mi patio”, “yo no quiero niños envueltos”.... ¡entonces ya nadie puede querer siquiera!
¿Qué dices? – Gritó ella – como si no tuviera suficientes enemigos con los vecinos también lo tengo a él sobre mi cabeza. ¿Qué hay? ¡Se le antojó niños envueltos...!
Afuera los vecinos escuchaban sus gritos y se compadecían del pobre marido. Todos conocían el gran “pecado” que una vez él cometió al permitirse pedir que le cocinen “niños envueltos”.
La que lo sabía bien era Dvoshe. El marido de Pniná había estado una noche conversando en casa de Dvoshe con el marido de ella y estaba comiendo “niños envueltos”. Quiso la casualidad que Pniná entrara a pedir algo prestado y le pareciera que junto a su marido había un plato vacío, entonces – no podía ser de otra forma – pensó que él había comido...
No pregunten mejor lo que entonces sucedió; el que conoce a Pniná y tiene una idea de su insidioso y ofensivo vocabulario, puede imaginarse la boca que ella abrió contra su marido y contra Dvoshe, y si ustedes no saben todo eso no se preocupen, porque de ello no deriva nada bueno ni Judaico.
El alegre Purim llegó. Niños y niñas andaban por las calles con las fuentecitas cubiertas, llevando Manot a parientes y vecinos.
Dina’le, una hija de Dvoshe de unos 10 años, bajó las escaleras con una bandejita cubierta. Llevaba Manot para Pniná pues así lo había querido el marido de Dvoshe.
Vecinos son vecinos – había argumentado – Purim es como Yom Kipur, hay que perdonarse unos a otros
También Tamar’l, una hijita de otra vecina, llevaba una bandejita de Manot para Zlate, una viuda pobre del pueblo.
Dina’le y Tamar’l se encontraron y enseguida destaparon sus fuentecitas para mostrarla una a la otra. Mientras caminaban, Dina’le tuvo que abotonarse el zapatito y por un momento le dio su bandeja a Tamar’l y después, sin darse cuenta, cambiaron las Manot, resultando que Dina’le entregó a Pniná la fuentecita que Tamar’l tenía que dar a la viuda.
Para mala suerte, había en la fuente para la viuda dos trozos de “niños envueltos” guardados en una bolsita de Nylon, y eso fue lo que Dina’le le llevó a Pniná...
Pniná subió rápidamente y le arrojó a Dvoshe la bolsita de Nylon a la cara, gritando:
“¡Atragántate tú misma con esto!....”
Dvoshe no podía entender lo que había pasado, pero cuando Dina’le trajo de vuelta la fuentecita vacía, se aclaró lo sucedido, que se habían cambiado las Manot...
“Por lo tanto – dijo el marido de Dvoshe – los “niños envueltos” hay que enviarlos a la viuda”
Y Dina’le volvió a salir con una fuentecita en la mano para la viuda.
En el camino, Dina’le se encontró con otra nena y dos varoncitos que llevaban sus Manot. Uno de ellos era Yánquele, el hijo de Frume, un pequeño de siete años que llevaba una bandeja a Pniná.
Pero sucedió una desgracia y la fuentecita de Yánquele se cayó de sus manos y todo lo que estaba en ella se volcó en el barro. Yánquele empezó a llorar pues tenía miedo de lo que diría su mamá. A Bérele, un niño de once años que también se encontraba en el pequeño grupo se le ocurrió una idea, y sacando una cosa de cada una de las tres fuentecitas, las colocó en la bandeja de Yánquele para que se la lleve a Pniná, y les recomendó especialmente a los otros chicos que no contarán a las mamás lo que allí había acontecido.
Nuevamente, para mala suerte, sucedió que Bérele había sacado del plato de Dina’le justamente los “niños envueltos” para ponerlos en la fuente de Yánquele, que se los dio a Pniná...
Pniná se enfureció al ver que también Frume le había mandado “niños envueltos” para burlarse de ella. De rabia arrojó la bolsita con la comida al suelo. Pero el marido la levantó rápidamente.
“¡Ah! – se puso a gritar ella – ya olió los “niños envueltos” como un gato huele manteca...”
Le arrancó la bolsita de las manos y la puso en una fuentecita con algunas otras cosas y se la dio a su Samuelito para que se la lleve a la viuda.
No pasó mucho tiempo y Samuelito regresó, pero la bolsita con los niños envueltos estaba nuevamente en el plato...
“¿Qué pasó?” gritó ella fuera de sí.
Asustado, Samuelito apenas podía balbucear:
“Zlate, la viuda, dice que los “niños envueltos” se cayeron al piso y que yo los junté...”
Tal Vez tengan ustedes, queridos lectores, un consejo para Pniná... Dónde poner los niños envueltos. 

El Templo de Jerusalem